Aquella imagen del Cristo Pobre conservaba un sólo devoto, también muy pobre. Este hombre venía cada tarde y estaba en oración por largo rato; todo en él recordaba las palabras del salmo: “yo confío en tu Amor”.
Se aproximaba la Navidad y una de las hermanas, recién llegada de Europa, guardó aquella imagen pequeña en uno de los armarios de la sacristía, quizás pensó que en nuestras circunstancias aquella devoción no tenía sentido, al fin y al cabo todos éramos pobres. No sabía la hermana de la existencia de aquel devoto que ahora regresaba para rezar ante el pedestal vacío de su Cristo.
El Cristo Pobre pasó unos cuantos días metido en el armario hasta que el párroco se percató de la imagen ausente. En el Consejo Parroquial ni las religiosas recién llegadas de Europa, ni los feligreses pudieron convencerlo de la eficacia de otras devociones. Ese mismo día recuperó al Cristo de su confinamiento, lo devolvió a su columna y muy serio advirtió a los presentes que mientras quedara un devoto aquella imagen estaría en el templo.
Cuando me fui de Cuba todavía estaba allí, recordándonos las Bienaventuranzas, el tesoro de los pobres de Dios.